La Santa Liturgia nos muestra lo que hicieron nuestros padres en el Antiguo Testamento y nos señala la necesidad de estar preparados también nosotros para afrontar la gran persecución de los Últimos Tiempos. Porque no se puede pelear sin practicar, ni competir sin entrenar.
Por Monseñor Carlo Maria Viganò
Perdón, Señor
Estamos enojados con el vengador,
lloramos ante el juez;
clamamos suplicantes,
decimos a todos los fieles:
Perdóname, Señor;
por amor de tu pueblo:
no nos provocarás para siempre.
La Divina Liturgia nos acompaña durante todo el año solar como en un espejo, en el que vemos resumida y representada la historia de la Redención. El tiempo de Adviento nos remite a la espera del Mesías en la Ley antigua; El tiempo de Navidad celebra su santísima Encarnación; La Santa Cuaresma y el Tiempo de Pasión nos remontan a los tiempos que precedieron al Sacrificio de la Cruz; El tiempo de Pascua celebra la Resurrección y Ascensión del Señor al cielo; El tiempo de Pentecostés recuerda la vida terrena del Salvador, sus milagros, sus enseñanzas; y al final del ciclo litúrgico –como al principio– somos proyectados hacia el fin de los tiempos, hacia el Juicio Universal, hacia la recompensa o la condenación de todos y cada uno. Las mismas estaciones del año, de algún modo, nos acompañan en este resumen sagrado de la historia de la Salvación, de modo que en los rigores del invierno comprendemos los dolores del Niño Rey nacido en un pesebre, y en el despertar de la naturaleza en primavera podemos ver el homenaje de la Creación al Señor que resucita y triunfa sobre la muerte.
Este Miércoles de Ceniza marca la entrada a un tiempo de penitencia y purificación para prepararnos en cuerpo y espíritu a este triunfo de Nuestro Señor: un triunfo real, histórico, presenciado por los contemporáneos, celebrado por los cristianos de todos los tiempos y lugares. Para acompañarnos en esta purificación, la Santa Liturgia nos muestra lo que hicieron nuestros padres en el Antiguo Testamento y nos señala la necesidad de estar preparados también nosotros para afrontar la gran persecución de los Últimos Tiempos. Porque no se puede pelear sin practicar, ni competir sin entrenar.
En el Antiguo Testamento, los sacerdotes invocan misericordia para el pueblo: Parce, Domine, parce populo tuo! Perdona a tu pueblo, oh Señor. En el Nuevo Testamento, es Cristo mismo, elevado en el madero de la cruz, quien intercede por nosotros: ¡Perdónalos, Padre! Y con Él la Santísima Virgen, todos los Santos y las almas del Purgatorio interceden ante el trono de la divina Majestad. Nosotros mismos, en la Comunión de los Santos, ofrecemos nuestros sacrificios para expiar nuestros pecados y los de nuestros hermanos. Pagamos una deuda contraída con el Usurero infernal: no con su dinero falso, sino con el oro más puro de la Pasión de Cristo. Esa deuda que cada uno de nosotros, en Adán, asumimos contra la voluntad de Dios y a pesar de haber recibido de Él la verdadera riqueza, el tesoro más inestimable.
Esta santa Cuaresma, que iniciamos rociando ceniza sobre nuestras cabezas y ayunando, cae en un momento de grandes trastornos sociales, políticos y eclesiales. Cada día que pasa salen a la luz nuevas verdades que nos muestran una sociedad apóstata, una clase política corrupta y pervertida, una Jerarquía vendida y traidora. Aquellos que pensábamos que eran responsables del bien común resultan ser nuestros enemigos y enemigos de Dios. Aquellos que pensábamos que debían defender la Verdad y proclamar el Evangelio de Cristo resultan ser seguidores del error y la mentira. Y la autoridad que Nuestro Señor, Rey y Pontífice, ha concedido a nuestros gobernantes – civiles y religiosos – se usa para el fin opuesto al que Él estableció.
Frente a esta rebelión mundial, y especialmente frente a la traición de quienes tienen autoridad, debemos volver con mayor convicción a revestir nuestra alma de ceniza y de cilicio, a postrarnos ante el Señor y repetir el grito de nuestros padres: Flectamus iram vindicem, ploremus ante Judicem; clamamos suplicantes, decimos a todos los fieles: Perdóname, Señor; por amor de tu pueblo: no nos provocarás para siempre. Aplaquemos nuestra ira vengadora, lloremos ante el Juez; Invoquémosle con voz suplicante, digamos todos postrados: Perdona, Señor, perdona a tu pueblo y no permanezcas enojado con nosotros para siempre.
Sin embargo, precisamente por la enormidad de nuestros pecados y el horror de los pecados públicos de las Naciones y de la Jerarquía eclesiástica, nuestra penitencia debe ser acompañada –y precedida, diría yo– por la proclamación de la verdad contra la mentira. Porque la verdad es de Dios, es Dios; y la mentira es la marca maldita de Satanás.
Dejemos, pues, de lado los velos y artificios que pretenden ocultar el pecado y el vicio, negarlo, darle apariencia de bien y de virtud. Que caigan los velos que esconden crímenes y ofensas atroces –contra Dios y contra los más pequeños, en primer lugar– en una red de vergonzosa complicidad entre almas perdidas. Que caigan las ficciones de un mundo rebelde, las mentiras de una autoridad pervertida, de un sistema infernal que niega, ofende y combate a Cristo y a sus hijos. Que caigan las mentiras y engaños de una Jerarquía y un Papado tomados como rehenes por enemigos de Cristo esclavizados por Satanás. Abandonemos los argumentos y las excusas que a menudo utilizamos para justificar nuestra pereza, nuestra inercia espiritual, nuestra incapacidad de tomar partido y permanecer bajo la bandera de nuestro Rey divino. Abandonemos los pretextos que encontramos para posponer nuestra conversión y nuestro progreso en la santidad.
Esta es probablemente la hora de la oscuridad. Pero estas son tinieblas destinadas a ser desgarradas por la Luz de Cristo, ante la cual todo aparecerá como es, y no como quisiéramos que fuese, no como sería más conveniente para nuestra pereza.
Y la primera verdad que hay que proclamar, que hay que gritar a los cuatro vientos, es que somos pecadores, que hay una muerte segura, un juicio inapelable, un infierno para castigar a los malos y un cielo para premiar a los buenos. Y que esta verdad última e indefectible forma parte de nuestro ser mismo, está inscrita en nuestros corazones como Ley de la naturaleza, es revelada en las Escrituras y entregada por Nuestro Señor a su Iglesia para que sea fielmente predicada a todos los pueblos.
Proclamamos esta verdad sin temor a ser contradichos, recordando las palabras del Eclesiástico: Memorare novissima tua, et in æternum non peccabis (Si 7, 40), Ten presente lo que te espera y no pecarás jamás. Así sea.
+ Carlo Maria Vigganò, Arzobispo
5 de marzo MMXXV
Feria IV Cinerum, in capite jejunii
Quítense su armadura, pues será triturada en añicos
Mensaje del Libro de la Verdad 🏹
2 de octubre de 2014
Puede que Mis enemigos desprecien Mi Palabra – la Verdad – pero el día vendrá en que van a agachar sus cabezas de vergüenza y remordimiento cuando estén frente a Mí.
En los días de Noé, él y los elegidos para ayudarlo a prepararse para la Justicia de Dios, fueron ridiculizados. Fueron burlados, perseguidos y se hizo todo intento para desacreditar las instrucciones dadas a Noé por Dios. Obediente hasta el final, Noé pidió clemencia para esas almas. Noé los instó a que buscaran refugio con él, pero fue ignorado. Y así será hasta el Gran Día del Señor. Solo un remanente estará preparado para saludarme, junto con todos aquellos que encontrarán sus corazones aptos para aceptar Mi Misericordia, durante el Aviso.
Pido a todos los que creen en Mí, y en Mi Promesa de volver en gran gloria, a que recen por los que desprecian esta misión porque se les ha dado el Regalo de la Verdad, pero eligen arrojármela de vuelta en Mi Cara. Todos aquellos con cálidos y tiernos corazones, y mansedumbre de alma, serán atraídos a Mis Brazos, sin importar la fe o el credo que sigan, ya que son Míos. A los que no conocen la Palabra de Dios se les mostrará gran misericordia y aquellos que se conviertan durante el Aviso también morarán entre Mis Brazos. Voy a llegar a todas las almas, cuyos corazones sean cálidos y que muestren amor y misericordia a sus hermanos y hermanas.
La batalla más grande será cuando llegue a los arrogantes y orgullosos, que carecen de verdadero amor y que no tienen un espíritu generoso. Es por estas almas que pido con urgencia sus oraciones. Pero, será para aquellos que han vendido sus almas al diablo, en pleno conocimiento de lo que han hecho, que Yo pido que ustedes rueguen lo más posible por Mi Misericordia. Ellos no van a venir a Mí, por su propia voluntad, y solo a través de los sufrimientos de las almas elegidas, que se hayan consagrado a Mí, y por los propios ofrecimientos de ustedes, será que ellos pueden ser salvados. Por favor, reciten esta oración para salvar a todos los pecadores.
Cruzada de Oración (169) Para pedir la salvación de los que rechazan a Cristo
Queridísimo Jesús, por Tu compasión y misericordia, te ruego por la salvación de aquellos quienes te han rechazado; quienes niegan Tu existencia; quienes deliberadamente se oponen a Tu Santa Palabra y cuyos corazones amargos han envenenado sus almas en contra de la Luz y la Verdad de Tu Divinidad. Ten piedad de todos los pecadores. Perdona a los que blasfeman contra la Santísima Trinidad y ayúdame, a mi manera, y a través de mis sacrificios personales, acoger dentro de Tus Amorosos Brazos, a los pecadores que más necesitan de Tu Misericordia. Te doy mi promesa, a través de mis pensamientos, mis acciones y la palabra hablada, de servirte lo mejor que pueda en Tu misión de Salvación Amén.
Vayan todos y reúnanse en oración, porque la Justicia de Dios será vista dentro de poco para que el mundo dé testimonio. Es por la maldad de los hombres, sus acciones iracundas y su odio por el prójimo, que Dios le impedirá devastar lo que está siendo orquestado en todas las formas contra la humanidad.
Quítense su armadura, porque será triturada en añicos por la Mano de Mi Padre Eterno. Si se oponen a Dios van a sufrir por esto. Pero cuando intenten hacer daño a la humanidad a gran escala a través del abuso de poder, se les detendrá abruptamente. No tendrán tiempo de buscar la Misericordia de Dios.
Su Jesús
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